El portal de noticias La Posta hace pública una investigación sobre el lavado y puesta en circulación de dinero dentro de la economía ecuatoriana por parte de la mafia albanesa. Actividades posiblemente vinculadas al Banco de Guayaquil. Según este informe, las empresas vinculadas a esta mafia habrían inyectado 35 millones de dólares al sistema financiero a través de cuentas en este banco, sin que ello haya sido advertido por los funcionarios del banco, ni por instituciones públicas de análisis y control financiero como la UAFE o la Superintendencia de Bancos. Este caso es una buena oportunidad para reflexionar sobre la capacidad de las instituciones encargadas de investigar y controlar el origen de los recursos que alimentan el sistema financiero, así como las fisuras por las cuales los bancos privados pueden burlar los sistemas de control existentes. En esencia, estas reflexiones apuntan hacia a quién sirven las instituciones responsables de la regulación monetaria y del vínculo de estas últimas con los mecanismos democráticos.

Imágen tomada del portal del Banco Central: https://www.bce.fin.ec/historia
El convencimiento ciego en la autorregulación de los mercados condujo a la formulación de una nueva filosofía de banca central guiada por el paradigma de su independencia de los gobiernos con el fin de guiar una política monetaria “optima”, a-política y técnica. Tomando como referencia bancos centrales europeos, este modelo sería impuesto a lo largo de los 80s y 90s a los bancos centrales de países en desarrollo. El Ecuador no fue la excepción, la “Ley de Régimen Monetario y Banco del Estado” de 1992 abrió la puerta a un banco independiente del gobierno y cada vez más sometido al sistema bancario privado. El resto es historia: la legitimidad institucional del BCE se debilitó, condujo al país a la inflación más alta de su historia y al colapso del sucre como moneda nacional. El romance de nuestra institucionalidad con este modelo de banca central independiente pudo haber terminado con la Constitución de 2008, que integró al BCE dentro del Estado y lo alineó con los objetivos nacionales de desarrollo. Pero sus adalides regresaron por más con la llamada “Ley de defensa de la dolarización” de 2021, que inobserva el mandato constitucional del BCE y, fundamentalmente, extingue toda capacidad del Estado para controlar el sistema financiero (entre otras barbaridades, que en su momento fueron señaladas por este Observatorio). El directorio del BCE está conformado por miembros con estrechos vínculos con el sector bancario, mientras que la regulación y la política financiera pasaron a ser dictadas por una Junta independiente (Junta de Política y Regulación Financiera) igualmente compuesta por exbanqueros y personas relacionadas a la banca privada. Por lo tanto, el dogma de la independencia del Banco Central no solo implica la sumisión de esta institución, sino que también alinea a los actores institucionales responsables de controlar y regular el sistema bancario con los intereses de dicho sector.
No obstante, esta filosofía de banca central, lejos de contribuir a una política monetaria óptima, empobrece las capacidades de intervención, debilita su legitimidad institucional y niega cualquier posibilidad de control político a sus funcionarios. El pasado abril dos informes de instituciones y economistas no precisamente radicales como la Cámara de los Lores y Ben Bernanke -ex presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos- alertaron precisamente sobre este riesgo en el Banco de Inglaterra, que a menudo se presenta como el ejemplo a seguir en materia de bancos centrales independientes. Según la Cámara de los Lores, la falta de diversidad intelectual en el Banco habría llevado a una excesiva dependencia hacia los modelos de equilibrio general convencionales y, por lo tanto, contribuido a diagnósticos erróneos de la inflación. Este informe además sostiene que la independencia del Banco ha significado que el poder haya sido delegado a un minúsculo grupo de funcionarios no electos. Lo que explicaría también las “significativas deficiencias” que Bernanke encuentra en los modelos de previsión del banco – enfocados según su informe en problemas relacionados con los mercados laborales y la productividad, y a las interacciones entre los precios y los salarios- y la desinversión material en los mismos. Puesto así, el llamado “Banco Central Independiente” convierte a la institución a cargo de la estabilidad del sistema monetario y financiero en un ente presuntamente deslindado de la disputa política pero dominado administrativa e ideológicamente por los intereses del sector bancario privado, retirándolo por tanto de los mecanismos democráticos y de cualquier debate posible sobre el tipo de política económica y su coordinación con cualquier plan nacional de desarrollo.
Empero, no basta con señalar los problemas de este modelo ni insistir en sus implicaciones en la economía ecuatoriana. Para recuperar la iniciativa sobre el banco central hay que plantear una filosofía alternativa que le devuelva su carácter democrático y su condición de actor político al servicio del bienestar general. Si para Rudiger Dornbush (2000)- economista alemán partisano de un banco central apolítico – “el dinero es demasiado importante para quedar en manos de los políticos”, la respuesta debe ser que el banco central (y la estabilidad macroeconómica) son demasiado importantes para estar en manos de banqueros.
El advenimiento del modelo de independencia del banco central en los 70s y el cierre hegemónico neoliberal de los 80s/90s eclipsaron un proceso mucho más amplio y fértil en la historia de esta institución como fue la integración de los bancos centrales europeos al aparato estatal tras la segunda guerra mundial. Este proceso obedeció a las transformaciones de la banca central a la luz de la construcción del estado del bienestar y permitió articular la promoción del crecimiento y el control de la inflación dentro de una perspectiva macroeconómica ampliada, fuera de la influencia de la banca privada. Así, banco central y estado del bienestar resultan inseparables puesto que comparten los mismos principios y objetivos: implementar políticas contra cíclicas destinadas a limitar el riesgo que enfrentan los individuos y reducir la incertidumbre. O siguiendo a Polanyi (Polanyi, 1944, p. 201), son un “dispositivo” desarrollado para “ofrecer la protección sin la cual el mercado habría devorado a sus hijos”. Estos riesgos no son solo la inflación y las altas tasas de interés sino también el desempleo, la violencia y el cambio climático. Al respecto, el libro “Balance of Power. Central Banks and the fate of democracies” (Equilibrio de poder. Bancos Centrales y el destino de las democracias) de Éric Monnet (2024) resulta especialmente pertinente por cuanto traza la trayectoria de los bancos centrales en sintonía con sus interacciones con los Estados y las sociedades. Su influencia en la distribución del poder en la economía y la capacidad para impulsar transiciones económicas alineadas con objetivos nacionales de desarrollo resalta su centralidad en la arquitectura institucional del Estado y, por tanto, la urgencia de dotarle de más y mejores instrumentos para asegurar su diversidad intelectual y potenciar su poder de influencia.
Dos modelos de gestión y de legitimidad democrática se oponen, por tanto. Por un lado, una legitimidad democrática delegada a una institución “independiente”. Por el otro, una legitimidad plebiscitada a través de un proceso reflexivo y deliberativo (Rosanvallon, 2011) en el que se confronten diferentes visiones sectoriales, ideológicas y de clase. No muy diferente del modelo institucional que ya tuvo el BCE fundado por Kemmerer en 1927, que incluía delegados de varios sectores productivos, la industria, agricultura, banca, gobiernos y sindicatos. Regresar a un banco central diverso no solo quebraría el inusual peso que el sector financiero tiene en dolarización, sino que distribuiría el poder de influencia sobre la política monetaria hacia sectores productivos tradicionalmente menos beneficiados por este régimen monetario; y, por tanto, permitiría controlar eficientemente la tasa de interés, las comisiones bancarias e implementar una regulación efectiva a los recursos que alimentan al sector financiero. Pero esta reapropiación institucional no debe limitarse al banco central, sino extenderse hacia un amplio consenso institucional que armonice las políticas monetarias y fiscales, y fortalezca los instrumentos de supervisión del Estado al servicio del bien común.
Si el establecimiento del banco central terminó con el régimen plutocrático que gobernó el Ecuador entre 1912 y 1925 y permitió establecer una política monetaria amplia y de consenso con sectores productivos y sociales; la actual crisis institucional y de seguridad debe llevarnos a fortalecer los mecanismos democráticos sobre los que se basan las instituciones que regulan la economía. De todas ellas, el Banco Central, en la medida en que regula y asegura la estabilidad del sector monetario, captura la diputa por la dirección de la economía y el espíritu de la estrategia nacional de desarrollo. Como tal, no es aislándola de la disputa política sino devolviéndole su rol en el combate por espacios de poder en la economía a nombre del bien común que podrá intervenir para evitar que el mercado nos devore, y con nosotros al país entero.
Referencias:
Dornbusch, R. (2000). Keys to Prosperity – Free Markets, Sound Money & a Bit of Luck: Free Markets, Sound Money and a Bit of Luck. MIT Press.
Monnet, É. (2024). Balance of Power: Central Banks and the Fate of Democracies. University of Chicago Press.
Polanyi, K. (1944). The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time. Farrar and Rinehart.
Rosanvallon, P. (2011). Democratic Legitimacy: Impartiality, Reflexivity, Proximity. Princeton University Press.
